A pesar de lo reacios que somos a decir a otros quiénes somos, todos y cada uno de nosotros estamos habitados por un profundo e intenso deseo de ser comprendidos. Todos tenemos muy claro que deseamos ardientemente ser amados; pero, cuando no somos comprendidos por aquellos cuyo amor necesitamos y deseamos, cualquier clase de comunicación profunda se convierte para nosotros en algo inquietante e incómodo, algo que ni nos ensancha el corazón ni nos anima. Es evidente que nadie puede realmente amarnos de veras si no nos comprende verdaderamente. En cambio, quien se siente comprendido, ciertamente se sentirá amado.
[1] POWELL, J. Por qué temo decirte quien soy. Santander: Sal Terrae, 1989.
Si no hay nadie que me comprenda y me acepte tal como soy, me sentiré «extrañado». Ni mis talentos ni mis bienes me consolarán en absoluto. Incluso rodeado de gente, siempre tendré una sensación de aislamiento y de soledad. Experimentaré una especie de «reclusión en solitario». Es un axioma, tan cierto como la ley de la gravedad, que quien es comprendido y amado crecerá como persona; en cambio, quien padece esa situación de «extrañamiento» acabará languideciendo solo en su solitaria reclusión.
Todos tenemos en nuestro interior muchas cosas que nos gustaría compartir. Todos tenemos nuestro pasado secreto, nuestras secretas vergüenzas y sueños fallidos, nuestras secretas esperanzas… Pero, por muy grande que sea esa necesidad y deseo de compartir dichos secretos y de ser comprendidos, cada uno de nosotros debe tener en cuenta sus propios temores y los riesgos que corre. Sean cuales sean mis secretos, parecen formar parte de mí, más profunda y singularmente que ninguna otra cosa. Nadie ha hecho jamás las mismas cosas que yo he hecho, nadie ha pensado mis pensamientos y nadie ha soñado mis sueños. Ni siquiera estoy seguro de poder encontrar las palabras con las que compartir estas cosas con otro; pero hay algo de lo que estoy aún menos seguro: ¿qué le parecerían esas cosas a ese otro?
La persona que tiene una buena imagen de sí misma, que se acepta a sí misma, tendrá mucho adelantado en este momento del dilema. No es muy probable, en cambio, que una persona que nunca se ha dejado compartir pueda gozar del apoyo de una buena imagen de sí. La mayoría de nosotros hemos experimentado y realizado cosas y hemos vivido sensaciones y sentimientos que sabemos que jamás nos atreveríamos a contar a nadie, porque podríamos parecer ilusos, ridículos o engreídos. Toda nuestra vida podría parecer un espantoso fraude.
Mil y un temores nos mantienen encerrados en la solitaria reclusión del «extrañamiento». Por lo general, presentimos el profundo dolor que experimentaríamos si nuestro secreto fuera recibido con indiferencia, incomprensión, disgusto, enfado o irrisión. También nos da miedo el que nuestro confidente pueda enfadarse y revelar nuestro secreto a otras personas que no querríamos que lo supieran.
Puede que en un momento dado de mi vida haya tomado yo una parte de mí y la haya expuesto a la luz para que pudiera verla otra persona. Y puede ser que esta persona no lo comprendiera y que yo, totalmente arrepentido, me refugiara en una dolorosa soledad emocional. Pero puede que también haya habido otros momentos en los que alguien haya escuchado mi secreto y aceptado benévola y delicadamente mi confidencia. Puede que aún recuerde las palabras que dijo para tranquilizarme, la compasión que había en su voz, la comprensiva mirada de sus ojos, todo lo que hizo para darme a entender que me comprendía… Aquella fue una experiencia grande y liberadora, a raíz de la cual me sentí muchísimo más vivo: me había sido satisfecha una inmensa necesidad de ser realmente escuchado, tomado en serio y comprendido.
Únicamente a base de compartir de este modo llega una persona a conocerse a sí misma. La introspección de uno mismo no sirve de nada. Una persona podrá confiar todos los secretos que quiera a las dóciles páginas de su diario personal, pero sólo puede conocerse a sí mismo y experimentar la plenitud de la vida en el encuentro con otra persona. La amistad, pues, resulta ser una gran aventura en la que mi amigo y yo vamos descubriéndonos mutua y progresivamente, a medida que seguimos revelando nuevos y más profundos estratos de nosotros mismos. La amistad abre mi mente, ensancha mis horizontes, me llena de nueva sensibilidad, ahonda mis sentimientos y da sentido a mi vida.
Sin embargo, las barreras nunca quedan rotas definitivamente. La amistad y la autorevelación mutua tienen que hacer frente a la novedad día tras día, porque el ser una persona humana conlleva cambio y crecimiento diarios. Mi amigo y yo crecemos, y las diferencias resultan cada vez más patentes, porque no nos hacemos una misma persona, sino que cada cual se hace él mismo. Descubro que este asunto de decirle quién soy y o no puede liquidarse de una vez por todas. Yo debo decirte constantemente quién soy yo, y tú debes decirme constantemente quién eres tú, porque ambos estamos en continua evolución.
Puede ocurrir que las mismas cosas que antes me atraían hacia ti parezcan ahora obstaculizar la comunicación. Al principio, tu emotividad parecía compensar mis inclinaciones de tipo más intelectual, tu estilo extrovertido complementaba mi introversión, tu realismo servía para contrapesar mi intuición artística… Lo nuestro era algo así como una amistad ideal. Tú y yo parecíamos dos mitades que se necesitaban mutuamente para formar un todo. Pero ahora, cuando yo deseo que tú compartas mi forma intelectual de ver las cosas, me fastidia que no te intereses en mis razonamientos objetivos. Ahora, cuando quiero hacerte ver que tu emotividad no es lógica, no parece importarte lo más mínimo. Al principio parecíamos encajar perfectamente. Ahora, tu deseo de extroversión y mi natural más introvertido parecen dividimos.
Por supuesto que nuestra amistad aún puede perdurar. Seguimos teniendo a nuestro alcance lo que es más humanamente útil y hermoso, y ahora no debemos volvemos atrás. Si yo sigo escuchándote a ti con la misma sensación de admiración y de gozo con que lo hacía al principio, y tú me escuchas a mí del mismo modo, nuestra amistad echará más firmes y profundas raíces, y el oropel de nuestro primer compartir madurará en oro de ley. Podemos y queremos estar seguros de que no hay necesidad de que nos ocultemos nada el uno al otro, de que lo hemos compartido todo. Y o experimento continuamente la realidad siempre creciente y siempre nueva de tu ser, y tú experimentas la realidad del mío; y el uno a través del otro, experimentamos juntos la realidad de Dios, que en cierta ocasión dijo: «…no es bueno que el hombre esté solo».
«Tu más leve mirada
ha de abrirme fácilmente;
aunque yo me haya cerrado
como un puño,
tú me abres siempre,
pétalo a pétalo,
como abre la Primavera
(con hábiles y misteriosas caricias)
su primera rosa». E. E. Cummings